Frente al primer punto, pienso que para la academia, principalmente, resulta poco útil apelar a la empatía como fundamento principal de cualquier tesis que se pretenda defender. Esto porque tradicionalmente se ha entendido que una buena argumentación no parte de elementos morales, que apelan al lector desde lo más básico de su esencia, puesto que no son vistos como formas rigurosas y sólidas para argumentar. El ejercicio académico, por lo general, es uno que siempre implica para el investigador una serie de elecciones personales sobre cómo abordar el objeto de estudio al que se enfrenta: cómo se interactúa con el lector, cómo se le convence, cómo se muestra aquello que se quiere mostrar — preguntas que siempre son resueltas desde ideas normativas y prescriptivas sobre lo que la academia debe ser. Y, al mismo tiempo, excluyen aquellas ideas que apelan a lo emocional, a lo noble, a lo humano. Esa desvalorización de la empatía, de podernos situarnos en el lugar del otro, no le sirve a un gremio que no busca ser el otro, puesto que el ejercicio mismo de dejar ser implica, a su vez, perder algo. Es, entonces, un ejercicio que pone en pausa todas nuestras creencias, nuestros valores, nuestras más íntimas convicciones para conocer las de otros — y cualquier tarea que implique la suspensión de lo propio es entendida, a su vez, como una tarea en la que mucho se pone en juego: el prestigio, la rigurosidad, lo político que impulsa todo aquello que perseguimos.