Finalmente, considero que una de las conclusiones del texto puede resultar desacertada, e incluso peligrosa. Al final del texto, los autores afirman que “las cortes deben ser muy prudentes, en el entendido de que deben intervenir contra una política mayoritariamente auspiciada por el gobierno y el legislativo si, y sólo si, es para evitar la destrucción del régimen constitucional”. Personalmente no considero que las cortes, específicamente los tribunales constitucionales, deban ser prudentes. Exigir prudencia de los jueces que velan por la guarda y supremacía de nuestra Constitución no sirve en un régimen democrático constitucional, al menos no esa prudencia de la que hablan los autores —entendida como una intervención moderada a las actuaciones de las otras ramas del poder— y al menos no para velar adecuadamente por los derechos fundamentales que, como el principio de división de poderes, también consagra nuestra carta. La función de una corte constitucional, al menos en nuestro país, no sólo radica en proteger el orden constitucional como conjunto, como sistema, pues este no se ve amenazado únicamente cuando se pretenden sustituir normativamente valores esenciales del ordenamiento o cuando se pretende instaurar un régimen político autoritario. Se ve amenazado, también, cuando se niega el acceso a la salud, cuando se discrimina en razón del sexo, cuando se coartan las libertades de los individuos. Por lo tanto, creo que el problema no es semántico ni hermenéutico —es decir, no gira en torno a qué entendemos por “prudencia”— sino político, pues gira en torno a lo que creemos que es un tribunal constitucional.