Planteado así el problema, se pregunta el autor ¿ de qué forma se puede lograr que las órdenes estatales sean legítimas?. Una vez más, la respuesta inicial parece ser la democracia. En este punto el autor introduce el concepto de “autoridad democrática”. El autor evalúa detalladamente las posibles críticas a este concepto y después de su análisis sobre estas posturas, concluye con cuatro premisas que cualquier democracia debe cumplir para tener autoridad. Primero, debe ser más que normas procedimentales. Segundo, el régimen democrático debe entenderse como un árbitro, encargado de resolver pacíficamente posiciones opuestas. Esto implica, en tercer lugar, que la premisa de la democracia no es el consenso. La premisa es el disenso autorizado; el valor moral es el respeto. Finalmente, asegura que la democracia debe pretender hacer que los individuos, como agentes morales autónomos, se responsabilicen de las decisiones colectivas que son tomadas en la sociedad a la que pertenecen. Así, la autoridad democrática “se trata de la autoridad que los agentes morales autónomos, motivados por una disposición a realizar acciones necesarias por las que son conjuntamente responsables, atribuyen a los procedimientos igualitarios de decisión que adjudican entre las propuestas confrontadas de acción colectiva.” (p.31)