De amores y odios: la Ley de Seguridad Ciudadana

26 de febrero de 2022
Por: María Camila Martínez Matallana
El pasado 25 de enero el Presidente de la República sancionó la Ley 2197 de 2022, conocida comúnmente como Ley de seguridad ciudadana. Esta norma ha suscitado opiniones divididas: para algunos sujetos esta es la clave para combatir la criminalidad, mientras que para otros la Ley contendría apartes que pondrían en riesgo el ejercicio de diversos derechos de la población. A continuación se expondrán algunos de los puntos que han causado una mayor desavenencia en la sociedad y se harán algunos comentarios al respecto.
En primer lugar, el artículo 3 de la Ley 2197 de 2022 modificó el artículo 32 de la Ley 599 de 2000 –actual Código Penal colombiano– añadiendo el numeral 6.1, que inserta al ordenamiento jurídico una nueva figura denominada “legítima defensa privilegiada”. Este nuevo concepto determina que se presume como legítima la defensa que se ejerza contra el extraño que “(…) usando maniobras o mediante violencia penetre o permanezca arbitrariamente en habitación o dependencias inmediatas, o vehículo ocupado”, además esta reconoce que la “fuerza letal” puede ejercerse excepcionalmente para repeler las agresiones “al derecho propio o ajeno” [1].
Esta nueva causal de justificación, que excluye de responsabilidad penal, ha generado distintas críticas. Por un lado, un sector advierte los riesgos que podrían generarse como resultado de la inserción de esta figura al ordenamiento, pues la norma daría un mensaje erróneo a la población, incitando a que se tome justicia por mano propia. Además, se cree que en la práctica los ciudadanos podrían acudir a la vía de la violencia para responder a situaciones que no lo ameritan, pero aun así respaldándose en lo que contempla expresamente la norma. El senador Rodrigo Lara expresó un ejemplo de ello: “perfectamente podría presumirse la legítima defensa de quien dispara contra una persona porque simplemente pasó una cerca para coger las frutas del vecino (…)” [2].
Ahora, por otro lado, hay que reconocer que en realidad esta no es una figura completamente nueva en el ordenamiento, pues en el inciso segundo del numeral 6 del artículo 32 del actual Código Penal se reconoce que se presume legítima la defensa de quien busca rechazar al extraño que “intente penetrar o haya penetrado a su habitación o dependencias inmediatas” [3], bastante similar a lo que reconoce la legítima defensa privilegiada; por ende, pareciera que la Ley de seguridad ciudadana se hubiera encargado en realidad de ampliar está figura al caso en que se intente penetrar a un vehículo ocupado.
Igualmente, si bien el actual numeral 6.1 causa un mayor impacto al exclamar que excepcionalmente se puede utilizar la fuerza letal, se debe tener en cuenta que ésta siempre ha sido una posibilidad que contempla la legítima defensa, en tanto se cumplan los requisitos de la ley: que se esté ante una agresión injusta, que sea actual o inminente; que se ponga en riesgo un derecho propio o ajeno; que se ejerza un acto de defensa necesario y proporcional [4]. Por lo anterior, no es un desatino que la ley contemple la posibilidad de recurrir al uso de este tipo de fuerza, ya que también habla de la proporcionalidad como un requisito de la conducta. Adicionalmente, que se presuma la legítima defensa no significa que no se pueda probar en contrario, por lo que se podrá entender como una presunción de hecho y que, de acreditarse que no concurre alguno de los requisitos para la configuración de esta figura, se desvirtuaría la presunción y se tendría que responder penalmente.
De lo anterior se infiere que la legítima defensa privilegiada no es una figura tan innovadora como se hace ver. Puede que en la práctica jurídica no genere grandes cambios si nos atenemos a la existencia del inciso segundo del numeral 6 del artículo 32 del Código Penal. Sin embargo, es posible que sí de un mensaje diferente a la sociedad, que podría llegar a tener repercusiones en el comportamiento de los ciudadanos.
En la misma línea, otro aspecto a analizar de la Ley es que esta introdujo un aumento de penas en algunos tipos penales ya existentes. Un ejemplo de ello es el artículo 14, que modifica el artículo 266 del Código Penal, al añadir un parágrafo que estipula que quien cometa el delito de daño en bien ajeno –contemplado en el artículo 265 Código Penal– y afecte “la infraestructura destinada a la seguridad ciudadana, a la administración de Justicia, el sistema de transporte público masivo, instalaciones militares o de policía” tendrá un aumento de pena entre 48 y 144 meses [5]. Igualmente, esta tendencia se evidencia en el artículo 5 de la Ley de seguridad ciudadana que modifica el artículo 37 del Código Penal, el cual aumenta la duración máxima de la pena de prisión a 60 años cuando no haya concurso, cuando antes el límite era de 50 años [6].
Sobre este tema, el Ministro del Interior Daniel Palacios sostuvo que la Ley “pretende agravar las conductas que afectan a todos los ciudadanos y que el delincuente siempre vaya a la cárcel y no a la calle” [7]. No obstante, esto es cuestionable: ¿en verdad el aumento de las penas sería una solución para la prevención del crimen? ¿Aquí está la solución para la reducción de la inseguridad? Considero que no es así. A pesar que parte de la sociedad suele creer que el aumento de las penas es la clave para que los individuos se abstengan de cometer crímenes, la realidad es que esto no siempre es lo que ocurre.
Doctrinariamente se ha reconocido que la pena posee diversos fines, entre ellos el de prevención general negativa, el cual se entiende como “el concepto de la intimidación de otros que corren peligro de cometer delitos semejantes” [8], es decir, se entiende que la pena juega el papel de una amenaza que evitaría que los sujetos cometan algún delito. Ahora, se ha reconocido ampliamente que solo una porción de los individuos que van a cometer un crimen se sienten persuadidos por esto, pues no suele ser la magnitud de la pena la que intimida, sino “la dimensión del riesgo de ser atrapados” [9].
Esto quiere decir que si se quiere apostar por la disminución de la inseguridad en el país, lo más sensato sería ir al foco del problema, entender el raciocinio del criminal, comprender sus móviles para que el Estado pueda actuar de modo que estos sean anulados. Además, no tiene mayor sentido incrementar las penas o crear un cúmulo de nuevos tipos penales que busquen tutelar bienes jurídicos que ya están siendo protegidos, ya que a lo que habría que apuntarle es a un fortalecimiento del sistema que permita atrapar y judicializar al criminal, pues a medida que esto ocurra, este se vería persuadido de cometer un delito.
Asimismo, otro aspecto a cuestionarse de esta Ley de seguridad es la magnitud de la protección que se le concede a la Fuerza Pública. Ejemplo de ello es el artículo 8 que modifica el artículo 104 del Código Penal, creando unas nuevas situaciones de agravación punitiva que determinarían una pena de 500 a 700 meses de prisión a quienes –entre otras situaciones– cometieran el delito de homicidio “(e)n persona que, siendo miembro de la fuerza pública y/o de los organismos que cumplan funciones permanentes o transitorias de policía judicial, se encuentre en desarrollo de procedimientos regulados a través de la ley o reglamento” [10]. Lo curioso de esta norma no es la creación del agravante en sí, sino el volumen de la pena, pues antes de esta Ley todas las situaciones de agravación reconocidas en el artículo 104 del Código Penal ostentaban una pena de 480 a 600 meses de prisión.
Además, parece perder proporción con las penas que se derivan de otros tipos penales, por ejemplo, quien incurra en el delito de genocidio podría recibir una pena de 480 a 600 meses de prisión [11] –es decir, hasta 50 años– cuando quien cause muerte a un miembro de la fuerza pública podría tener una pena de más de 58 años de prisión, tal como se señaló recientemente. Pareciera no haber una explicación para que se otorgue una mayor protección en el segundo caso, pues el primero involucra la muerte de un conjunto de personas, lo que comúnmente se creería que podría ser más recriminable por la cantidad de bienes jurídicos afectados, pero esto no es lo que se evidencia en la imposición de las penas.
Ahora, no es que se recrimine la protección a la fuerza pública, sino que –tal como voces como la de Rodrigo Uprimny han alertado– valdría la pena cuestionarse si la magnitud de esta protección podría dar lugar a desestimar las denuncias por los abusos que han cometido [12].
En conclusión, aclamada y aborrecida por muchos, esta ley ha llegado a nuestro ordenamiento a hacer grandes cambios y si bien el Gobierno Nacional la considera un motivo de orgullo por su lucha contra la indudable inseguridad de Colombia, la realidad es que muchos de sus puntos podrían cuestionarse, ya que su puesta en práctica puede que no sea tal como se esperaba y que muchos de sus puntos no permitan alcanzar un fin tan deseado por todo colombiano: la anhelada seguridad.

[Referencias]

Universidad de los Andes | Vigilada Mineducación
Reconocimiento como Universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964.
Reconocimiento personería jurídica: Resolución 28 del 23 de febrero de 1949 Minjusticia.