Mi mamá es ingeniera de sistemas, y se dedica a trabajar como directora de proyectos tecnológicos estatales. En esta labor tiene contacto permanente con abogados, con los cuales tiene relaciones bastante problemáticas. A partir de sus relatos diarios me he percatado de que una de las principales causales de desentendimiento son las palabras: en una sala de juntas con solo ingenieros, un abogado no tiene medios lingüísticos que le permitan comprender las realidades complejas que allí se tratan. Todos los seres humanos requerimos de palabras para relacionarnos con nuestro entorno: ellas funcionan como guías institucionalizadas de conducta y de pensamiento (Geertz, 2003, p. 191). Pero esto es especialmente cierto en los abogados, por una razón: nosotros requerimos de esas abstracciones de fenómenos específicos, que llamamos conceptos jurídicos, para poder regular. Es en este aspecto que René Urueña, en el artículo aquí reseñado, hace una contribución importante para la discusión jurídica sobre la regulación de sistemas expertos, llamados comúnmente de inteligencia artificial o, como en este caso, ‘big data’. En él se presenta una explicación sencilla de la manera en la que funcionan estas tecnologías, y proporciona cuatro conceptos a partir de los cuales podemos entender de manera crítica las problemáticas que ellas presentan para la protección de los derechos humanos. En el presente texto me limitaré, por cuestiones de espacio, a tratar uno de ellos.