¿Y qué hacemos los jóvenes con nuestras cosquillas?

ACEVEDO TARAZONA, Álvaro y SAMACÁ ALONSO, Gabriel (2015). “Entre la movilización estudiantil y la lucha armada en Colombia. De utopías y diálogos de Paz”. En Anuario de Historia Regional y de las Fronteras. 20 (2). pp. 157-182. Disponible aquí: https://revistas.uis.edu.co/index.php/anuariohistoria/article/view/5061/5402
Por: Gabriela Pedraza
El artículo bajo estudio comienza con el relato del incidente del 25 de marzo de 2012, en el que resultaron muertos tres estudiantes universitarios que estaban manipulando entre cinco y ocho kilogramos de explosivos artesanales. El cubrimiento de prensa de este y otros acontecimientos similares hizo alusión a posibles vínculos entre la insurgencia armada y el activismo universitario e interpretó la causa de tales vínculos así: los estudiantes, víctimas de su ‘fogosidad’ y energía, se dejan llevar por proyectos políticos criminales en búsqueda de su identidad personal.
Acevedo y Samacá, a partir de esta pequeña histórica, hacen una reconstrucción histórica de la evolución del activismo estudiantil a la lucha armada en los años sesenta. La creación de espacios como el Movimiento de Renovación Liberal MRL, disidencia partidista que aglutinó campesinos, estudiantes, gaitanistas y sectores urbanos, dio pie para la radicalización de muchos estudiantes de izquierda que continuaron su lucha (antes política, ahora armada) en las líneas del ELN y del EPL.
La condición de víctimas de los estudiantes en la dictadura de 1954, su papel en la caída de Rojas Pinilla, y el influjo de la ideología comunista a las universidades del país, le dieron alas a estos estudiantes que comenzaron articulándose al PCC y al MRL y terminaron creando o uniéndose a grupos guerrilleros. Ejemplo de lo anterior es Jaime Arenas Reyes, líder estudiantil de la UIS y posterior integrante y luego desertor del ELN. En esta coyuntura de lucha por la justicia social, ante el estado económico, político y social del país, los estudiantes le dieron al uso de la violencia en la política una valoración positiva y necesaria. Paradójicamente la desconfianza en las filas hacia los jóvenes urbanos nacidos en contextos pequeñoburgueses, devino en el fusilamiento de varios de ellos por la misma organización que defendían.
Al principio de los años setentas, el enfoque de izquierda de los estudiantes mutó hacia una corriente maoísta con diversos matices pero mantuvo la desconfianza hacia la democracia y la idea de la lucha armada como estrategia para construir el socialismo en Colombia. En esta etapa se mistificó la lucha guerrillera como la forma más pura de compromiso con el pueblo. Los estudiantes se iban al monte a lavar sus pecados ‘pequeñoburgueses’ y a vivir con y como el pueblo. Posteriormente, desde la segunda mitad de los setentas la protesta universitaria en Colombia perdió el papel que venía jugando hasta ese momento. Es por esto que los autores alegan que los estudiantes universitarios no han jugado un papel significativo en los intentos de paz en el país, “más allá de la cacareada y poco conocida participación en el movimiento de la ‘séptima papeleta’ y el proceso constituyente de 1990” (p.175).
El artículo concluye diciendo que los titulares sobre la subversión universitaria como resultado de la fogosidad de los jóvenes muestran una urgencia de una historia de lo político que defina el lugar de la clase media en la configuración del país colombiano, la construcción de las identidades juveniles, y sus apuestas por transformar la sociedad.
Mis reacciones son tres. Primero, si bien el artículo parece criticar la imagen en la prensa de los jóvenes ‘fogosos’, que se dejan seducir por las guerrillas que apelan a su sentido de justicia y a su búsqueda de identidad y aboga por un análisis más profundo; posteriormente, en su recuento histórico, los autores replican esa imagen al presentar un escenario similar al de Los Justos de Albert Camus: los jóvenes universitarios de un país se entregan de cuerpo y corazón a una ideología, a ‘La Revolución’, ‘ni un paso atrás, liberación o muerte’ (grito característico del ELN). Sacrifican todo por la causa, pues “las ideas son más fuertes que los sentimientos”, que el amor, que la vida misma. Tanto así que muchos terminan muriendo a manos de los mismos por los que dejaron todo.
Tanto a la prensa que critica el artículo como al artículo mismo, que cae en la misma descripción que desestima, les respondo: los jóvenes reaccionan como representantes del país a la realidad a la que se deben enfrentar. Ante la perspectiva de una vida por delante que estará restringida por los límites establecidos por un Estado y una sociedad, con la carga del sufrimiento de nuestros padres y abuelos y de los padres y abuelos de otros jóvenes en situaciones distintas de las nuestras, con el sentido de responsabilidad que acarrea la educación superior y la juventud en sí misma, es inevitable que los jóvenes sientan la necesidad de pararse de sus pupitres y actuar. Actuar por su país que les duele, y que sienten que pueden curar, sea por la injusticia e inequidad social, económica y agraria; sea por la paz que anhela un país que lleva tanto tiempo en guerra que ya no recuerda una época sin ella. La fogosidad de los estudiantes, que critica la prensa como un factor que entorpece su capacidad de autodeterminación, y que pinta el artículo como una afiliación cegada y suicida a una causa, la entiendo como la indignación y ‘las cosquillas en los pantalones’ que debería tener todo un país que ve cómo su comunidad nacional se establece sobre una base de injusticia y sufrimiento. Es cierto que los actos que para unos fueron justos, para otros son, ahora, la causa de unas de las mayores injusticias contra las que se manifiestan: tal como la población está en un ciclo constante y generaciones dejan lugar a las siguientes, así fluctúa la justicia. Por eso nunca podemos establecer un orden inicialmente justo como perpetuo, porque la perpetuidad sería una contradicción de la justicia. Por eso necesitamos jóvenes fogosos que cada día, cada hora se pregunten por la lucha que pueden librar, por el papel que pueden jugar, por la justicia por la que deben propender y que se paren de sus pupitres y lo hagan.
Segundo, me rehúso a aceptar que la afirmación de este artículo de que los estudiantes no hemos jugado un papel importante en los intentos de paz en Colombia ( no considero que la séptima papela pueda ser descrita como una participación cacareada o poco conocida), mantenga su valor de verdad. No es cierto que vamos a guardarnos nuestras cosquillas en los pantalones ni que nos es indiferente la realidad de nuestro país. Pero esa certeza que tengo no se puede quedar en artículos, debe salir conmigo y con todos a marchar y a exigir una paz que en el imaginario actual de todo el país, es el único escenario justo para Colombia. Las marchas de los pasados miércoles fueron un gran comienzo, una especie de saludo, de reconocimiento entre jóvenes y entre colombianos y colombianas con la fogosidad despierta. Un apretón de manos y un compromiso. Ahora viene lo importante. Las marchas no pueden desvanecerse, los gritos por la paz no pueden apagarse, la energía y las cosquillas no pueden perderse, porque en últimas, si como país queremos la paz, de verdad la queremos y estamos dispuestos a luchar por ella, ¿quién va a impedir que la consigamos?
Tercero, percibí en los autores la opinión de que la única lucha estudiantil real es la lucha armada; una marcha, como la séptima papeleta, no les parece suficiente como activismo estudiantil y como compromiso de los universitarios con el país. Además de parecerme una opinión peligrosa, también me parece equivocada. En una generación de jóvenes que fue concebida y parida en medio de la guerra, ¿cómo puede ser posible que la responsabilidad con el país sea la de contribuir a esa guerra, a esa muerte?; el verdadero acto de valentía y compromiso que puede adoptar cualquier colombiano en este momento es el de dar un paso serio por la paz; decidir adaptarse a caminar en campos planos y no en monte; renunciar a las ganancias económicas que supone un país en guerra; soltar odios y rencor y seguir adelante; abandonar una identidad nacional de que Colombia es y será el país con el conflicto interno por los siglos de los siglos, amén.
Finalmente, hay una preocupación que veo transversal al artículo, dibujada en las preocupaciones históricas de los estudiantes que el artículo reseña, y en mí misma. Se trata de la culpa que sentimos de no vivir o haber vivido en carne propia las miserias del ‘verdadero pueblo colombiano’. De saber que el campesinado es el realmente oprimido por el país capitalista e inequitativo, que los estudiantes, pequeñoburgueses de nacimiento, con oportunidades de estudio que no tiene el proletariado, no tienen derecho a luchar por un país si no han sangrado antes por sus injusticias. De saber que las víctimas de Bojayá son las que realmente viven y sufren el conflicto, que los estudiantes, protegidos por la urbe y los grandes edificios, con oportunidades de estudio que no tienen las víctimas, soldados, guerrilleros, que viven y mueren por esta guerra, no tienen derecho a luchar por un país si no han sangrado antes por sus injusticias. La culpa llevó a que jóvenes del sesenta se fueran al monte a morir y a matar sin cordura y a ser fusilados por otros que compartían la idea de que los estudiantes no eran dignos de la lucha; lleva a que jóvenes del 2016 se abstengan de votar porque ¿cómo van a decidir sobre la paz que le pertenece a las víctimas?. Y a esa culpa le digo: no más. El látigo y el auto-reproche son muy cómodos o son inservibles y dañinos. Me rehúso a aceptar que la nacionalidad colombiana no sea válida hasta no vivir un desplazamiento, violación, asesinato, reclutamiento forzado, etc. Claro que este país es también nuestro, y esa culpa la tenemos que dejar de usar como excusa para la indiferencia o indecisión sin argumentos; y la tenemos que dejar de usar como guillotina para nuestra propia ejecución; más bien la tenemos que transformar en responsabilidad de trabajar con nuestras herramientas por nuestro país, de siempre oír y construir con los que sí han tenido que vivir los horrores de la injusticia. De luchar por lo que nos parece justo y de no acallar las cosquillas en nuestros pantalones.
Invito a todas las personas que lean el blog de UNA Revista de Derecho a leer el artículo de Álvaro Acevedo y Gabriel Samacá y los demás artículos publicados enAnuario de Historia Regional y de las Fronteras, y también a que nos cuenten acerca de posibles artículos para reseñar (escríbanos a nuestro mail, Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.).

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